Mecha se miró
al espejo, ató el moño de la blusa a lunares, se retocó los labios con el rojo bastón,
caminó hacia un lado de la habitación y luego hacia el otro, siempre mirándose
al espejo. Pareció satisfecha con la imagen que éste le devolvió. Pareció satisfecha
con la imagen que éste le devolvió, tomó su cartera y salió a la calle.
- Cinturita de dedal… - le susurró el Morocho vendedor de
libros-
- Con esas caderas, mareas, - le grita Arnoldo, mientras
limpia la vidriera de la farmacia.
Don Andrés, impecable en su traje negro, detiene su
caminar apretadito y quitándose el sombrero, saluda:
- Buenos
días, pimpollo.-
Mecha lo
mira, lanzando al aire su carcajada fresca y vibrante. Sigue caminando, los altos
tacones de sus sandalias, golpean rítmicamente la vereda. Donaire y gracia de su
andar veinteañero, asomados a la mañana, rumbo a los áridos caminos del
sustento.
Se detiene
frente a una verja, alto muro de hierro,
muda custodia de poder y riqueza, bienaventuranza de los elegidos. Con mano
suave presiona el timbre semioculto en
las ramas del cratego y al oírlo, más allá de la húmeda alfombra vegetal, dos
perros boxers con gesto fiero y veloz carrera, se acercan ladrando. Detrás, Woo
el jardinero enano, trae un manojo de llaves tan grandes que casi cubren su
mano. Con una reverencia, hace entrar a Mecha, pero de sus labios no escapa un
solo sonido. Woo es coreano y en la guerra fue preso por los enemigos quienes
luego de torturarlo le arrancaron la lengua para que no contara secretos de la
jungla.
Atraviesan
el espacioso parque y penetran por una puerta disimulada entre el follaje de plantas
del trópico.
Ya dentro,
Mecha se dirige a la habitación azul¸
luego de cambiarse las sandalias por un par de blancas zapatillas, descuelga la
túnica de impecable blancura, se la pone, cubre sus cabellos largos y crespos con una cofia, entra al baño, se
lava las manos con jabón desinfectante, se las seca bien y respira hondo. Está
lista para su tarea.
El reloj enmarcado de bronce con números
de oro, señalaba las seis de la tarde. Mecha entró a la habitación pintada de
azul, se quitó la túnica, la cofia y las blancas zapatillas. Guardó
ordenadamente cada cosa en los estantes del armario empotrado, dio dos vueltas
a la llave y se dispuso a salir. Antes, mirose en el espejo de la antesala que
la reflejaba de cuerpo entero, y al parecer, no le satisfizo la imagen porque
extrajo de su cartera el cepillo y comenzó a pasarlo con energía por su
abundante melena. Luego, con el lápiz labial se retocó la boca, hasta verla
convertida en dos líneas sangrientas. Hecho esto, salió por la puerta
disimulada entre el follaje, dirigiéndose al jardín.
No había
andado tres pasos siquiera, cuando desde la cabaña situada en una curva del
parque, vio a Woo que avanzaba balanceando las enormes llaves. Pero no venía
solo; le acompañaba Antonino, uno de los dos choferes de la mansión.
- Hola, picola
– dijo, mirándola con gesto atrevido.
- Hola – contestó
algo turbada, mientras bajaba la mirada.
- Que
coincidencia, volvió a decir el italiano. Precisamente hoy salí antes y me
gustaría invitarte a tomar un refresco.-
Mecha se
puso tensa y los colores fueron como dos heridas en sus mejillas. Conocía la
fama de Antonino, las muchachas admiraban su figura atlética, sus dientes
impecables y sus ojos renegridos.
Tampoco ella
escapaba a ese magnetismo varonil, pero su sentido común la mantenía alerta.
-
¿Entramos?,
en este bar hay buena música, los mejores
del rock- dijo él, mirándola con pasión.
-
Pero
solo hasta las siete, ni un minuto más –
Antonino retiró
los banquillos de altas patas y luego de ayudarla a ubicarse, hizo lo mismo. Pidió
dos limonadas y cuando el mozo las trajo, se inclinó hacia Mecha, susurrándole:
-
Io
sono loco per te, loco –
Le gustaba
hablar el idioma paterno para enamorar a las chicas. Era un juego que siempre
resultaba y él lo manejaba astutamente.
Luego, acercó
su boca e intentó besarla. Mecha reaccionó abruptamente; poniéndose de pie, lo miró
hondo a los ojos y con voz airada, lo increpó.
-
No
juegues conmigo, Antonino, porque puedes consumirte en tu propia hoguera. –
El insistió:
-
Io
sono loco per te… -
Luego, recuperando el dominio, le tomó una
mano, obligándola a sentarse.
-
Hoy
mismo voy a tu casa y hablaré con tu padre. Te quiero… te quiero…y le besaba la
punta de los dedos, la palma de la mano y el brazo.
El rock
aullaba desde la maquinita; una historia de amor no correspondida. Los jóvenes
en grupos, gritaban y gesticulaban para hacerse oír, yendo y viniendo desde el
mostrador a las mesas.
De pronto,
como si la hubieran arrojado de un lejano asteroide, Mecha dejó de soñar locas
quimeras, se puso de pie y mirando al italiano le dijo:
-
No
quiero que vayas a casa, no quiero que me acompañes ni hoy ni nunca… no quiero
nada contigo. –
Estupefacto,
Antonino la miró diciendo:
-
Estás
loca, loca, pero per qué? –
Ella lo
atrajo hacia sí, hizo girar su cabeza bien moldeada rumbo a la pared del fondo.
Desde allí, un enorme espejo bruñía con nitidez, imágenes y movimiento del
amplio salón. Acercó su cara a la de él y con angustioso acento replicó:
-
Esa
es la razón –
La cóncava lámina
devolvió la imagen de los dos, realzando con nitidez el rostro de la joven.
Era negra.
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